-Quiero que me ayude a encontrar una mujer digna de mi marido -me dijo Elvira, sin más preámbulos, una vez se apeó del auto.
Sorprendida por sus palabras, solamente atiné a fijar los ojos en el hombre de mediana estatura y cabello negro que luego de apagar el motor vino hacía nosotras. Era por lo menos veinte años menor que ella.
Buscando advertir una tomadura de pelo los mire una y otra vez, pero terminé por convencerme de que hablaba en serio.
El viernes anterior, cuando ya tenía demasiados compromisos, la mujer llamó para pedir una cita y le dije que la atendería el lunes temprano.
-¡ Estoy dispuesta a pagar dinero extra!
-No, no es eso -respondí y agregué una explicación que luego me pareció innecesaria-, ocurre que viajo a mi finca en Tabio este fin de semana.
-¡ Me parece mucho mejor! -me cortó-, así podremos hablar más tranquilamente, sin interrupciones de teléfono ni nada parecido. Por favor, solamente usted puede ayudarme. Su voz, firme y decidida me llevó a indicarle la manera de llegar. Y hasta cuando el pito del carro sonó en el patio de la casa el sábado en la mañana, volví a acordarme de ella.
Estaban casados desde hacía veinte años y lo hicieron para callar las habladurías del barrio. El amor llegó después cuando aprendieron a convivir juntos.
«Prácticamente como los muebles, con financiación a veinticuatro meses y total garantía». Dijo Álvaro en broma.
Lo de la garantía iba más allá de un simple chiste, porque hasta ese momento, a pesar de la diferencia de edad, habían vivido manteniendo mutuo respeto y lealtad. No se encontraron por casualidad y nadie los presentó. Todo fue producto de una necesidad que cada día se hizo más latente.
Álvaro había nacido en un caserío de la zona de Sumapaz, y siendo muy niño, quedó huérfano por culpa de la guerra que desató el ejército de Rojas Pinilla contra la guerrilla de Juan de la Cruz Varela.
Durante algún tiempo, y mientras la violencia le dio pausas, vivió con su tío y su abuela materna, pero cuando este murió de un tiro en la espalda, la mujer buscando huir de la misma suerte, entregó sus tierras al mejor postor y con el muchacho y unos pocos corotos se vino para Bogotá donde hacinados en una pieza vivieron del dinero de la finca y luego de su trabajo como lavandera.
El, con total claridad, recordaba su primer día de clases en la escuela del barrio a donde llegó por iniciativa propia y contra la voluntad de la anciana; pues ella, por las preocupaciones que despiertan en una campesina las mañas de los habitantes de una ciudad con tanto ruido y gente, no se atrevía a matricularlo y, fue él, quien después de varios días de pararse en la pueda del claustro para ver entrar y salir a los alumnos, optó por conseguir un lápiz y un cuaderno e ir a ocupar un puesto en una de las filas.
Siguiendo la espalda de su compañero, se encontró de pie en mitad de un salón donde no había una silla para sentarse porque todas tenían dueño.
La maestra, a quien recuerda como una joven simpática, con un delgado pero visible mechón de pelo blanco en la frente, sin pedirle explicaciones, buscó donde sentarlo, y desde ese día, ante el interés del muchacho por el estudio, se dedicó a adelantarle lecciones para que se igualara con los compañeros. Los resultados fueron satisfactorios: para el final de año, era el más aventajado. El último día, al despedirse, como premio le obsequió los libros completos para el pensum siguiente.
«Jamás volví a verla porque la trasladaron a otro centro escolar… De no haberme permitido entrar a su clase, sería cualquier cosa menos economista».
Su vida durante los próximos siete años continuó sin complicaciones. Lo duro vino cuando murió su abuela. Estudiaba segundo de bachillerato en uno de los primeros colegios nocturnos que tuvo la ciudad. Como sabía que el dinero de la finca y las fuerzas de la anciana se estaban agotando, buscó trabajo como mensajero en una droguería.
El día del entierro se sintió más solo que nunca.
Solamente la dueña de la casa lo acompañó al cementerio y para que pudiera comprar el ataúd le regaló un mes de arriendo.
De ahí en adelante, con su sueldo que apenas llegaba al mínimo, escasamente cubría el arriendo de la pieza, los buses y una comida al día. Las pensiones debían esperar, y varias veces debió rogarle al rector para que no lo devolviera por el atraso.
La crisis total vino cuando estando en clase se desmayó y de urgencia fue llevado por la profesora Elvira, la administradora del colegio, hasta un centro de salud donde un practicante de medicina le diagnosticó principios de anemia. Una vez recuperado, a pesar de su oposición, ella lo llevó hasta la casucha donde vivía.
En el trayecto mientras volvía a recorrer las deterioradas calles, escuchó con atención la historia de Álvaro… «Ser alguien en la vida y tener un título profesional, es lo que me obsesiona…’>, dijo mientras el auto daba los últimos giros para detenerse frente a la vieja puerta que aún conservaba vestigios del verde pasto con que fue pintada, siete años atrás.
La historia de Elvira en algo se parecía: su padre era llanero y en su momento, al lado de Guadalupe Salcedo, le hizo resistencia al Gobierno. Una vez pacificada la zona por la dictadura de Rojas Pinilla, reinició el trabajo en su finca y en poco tiempo, a partir de un exiguo capital, construyó un próspero futuro para su única hija.
Como todo campesino de orgullo artesanal y arraigado, hizo que Elvira estudiara interna en un colegio de enseñanza normal. Y no sólo por la situación de violencia que vivió, sino porque realmente nunca le interesó, perdió todo contacto con el campo y sólo se preocupó por su trabajo como maestra, el cual inició en una escuela rural de San Martín.
Allí, precisamente, conoció a su primer marido, quien luego de tres años de matrimonio, al descubrir que era estéril, la abandonó. Consciente de que en todo pueblo pequeño siempre hay un infierno grande, para huir de las habladurías de los padres de los alumnos, se hizo trasladar a Bogotá y repartió su tiempo entre el trabajo y la universidad, donde entró a estudiar administración educativa.
Al morir sus papás, incapaz de manejar un hato de la magnitud del heredado, decidió venderlo e invertir el dinero en propiedades urbanas. Con esto, más su sueldo, vivía cómodamente.
El día que dejó a Álvaro frente a la casa donde tenía en arriendo la pieza que compartió con la abuela, recordó todo plenamente y se convirtió en su protectora: al terminar el año, sin que él se lo pidiera, lo matriculó en un colegio de media jornada y mejor categoría. Para el resto del día le consiguió un puesto en la floristería de una amiga.
Meses después, preocupada del riesgo que corría en una zona habitada por putas y ladrones, decidió traerlo a vivir a su casa en el barrio Modelia.
Convertirse en amantes fue lo de menos, pues tenían un lugar común y acogedor, donde cada día aprendieron a romper los espacios de sus propios silencios.
Como era una mujer de principios, incapaz de despertar sospechas magras, para acabar con las murmuraciones que empezaban a hacer romería en cada cuadra resolvieron casarse en la iglesia del barrio ante los ojos de todos. Ella tenía cuarenta y dos años y el veintiuno.
La relación fue tan sólida, que la imagen de pareja disímil se diluyó, y llegaron, incluso, a ser ejemplo para otros matrimonios. Cuando él se recibió de economista, resueltos a ser dueños de sus propias cosas, vendieron lo que tenían y montaron una empresa de productos de aseo que rápidamente progreso.
Con los años se fue marcando la pauta y la decisión final, ya que mientras Elvira sentía el peso de la edad, él se mostraba como un hombre pleno con un círculo de amigos cada vez más selecto;
y ella, impulsada por la fuerza de la ecuanimidad, empezó a desarrollar no sólo una especie de culpa, sino una defensa, pues a pesar de que él no le había sido infiel -de eso estaba segura-, no confiaba en el futuro y resolvió plantear la solución definitiva.
-Es hora de que busques una esposa y formes un hogar… tengo sesenta y dos años y ningún derecho de absorber tu vida como una planta acuática.
Discutieron la decisión muchas horas. Casi hasta la madrugada, y a la mañana siguiente, muy temprano, para que ninguno tuviera oportunidad de arrepentirse, me llamó para pedir la cita.
Accedí a buscarles una esposa y gracias a Dios encontré a Amanda, una abogada de treinta y tres años, divorciada y sin hijos, que era la única condición de Elvira. Se casaron y ella prácticamente se convirtió en la abuela de dos niños que nacieron.
Desde ese primer día en la finca, sentí una inmensa admiración por Elvira, que siguió siendo mi amiga hasta su muerte. La última vez que la vi, fue durante una visita que me hizo a la oficina. Ese día me reveló que había decidido casar a su esposo por intermedio de una agencia,
porque en medio de su resolución, le hubiera sido imposible soportar una aventura de él con una mujer de la que no estuviera segura que iba a ser su nueva esposa y la madre de sus hijos. Antes de despedirse, como respondiendo la pregunta que nunca hice, dijo:
-«El no lo sabe, pero yo era la profesora del mechón blanco».
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