Al entrar en mi oficina los dos hombres parecían dos policías de película buscando al fugitivo que allí se ocultaba. Sin mucho preámbulo, pasando por un lado de la secretaria, vinieron a sentarse frente a mi escritorio.
-Usted debe tener una explicación sobre está – me dijo en tono autoritario, el más gordo de los dos. Por su actitud, entendí que estaba acostumbrado a dar órdenes y recibir respuestas.
El otro era siquiera veinte años más joven y quizá menos intransigente, pero igualmente consciente de las actitudes que debía tener en la vida.
Como la carta que me arrojó sobre la mesa no tenía encabezamiento, tuve que pasar las cuatro o cinco hojas que la conformaban y leer el nombre de la firmante:
Magdalena Romero. No me tomó por sorpresa. Era la misma mujer de cincuenta y dos años, que tres días antes, se había casado y ahora estaba de luna de miel por el Caribe. Sin deparar mucho en la actitud bravucona de mis visitantes, volví a la primera línea y empecé a leer.
Agosto 23 -1979.
Queridos hermanos:
«Tomar la decisión de dejarlos fue mucho más fácil que la de sentarme a escribirles esta carta. Quería, tal vez por primera vez en la vida, no darles una respuesta, sobre todo a ti Pablo. Dudé mucho si debía hacerlo o no, sin embargo, 31 dártela, nuevamente has vuelto a ganar, pero eso sí, estés seguro, será por última vez.
Jamás pensaron, creo que ni siquiera se les cruzó por la mente -porque me consideraban debidamente domesticada-, que me atreviera a irme, sobre todo de la manera como ¡o hice. Y una cosa quiero que quede clara:
no tengo, ni voy a tener ningún arrepentimiento. El mejor equipaje que llevo es la satisfacción de haber cumplido con todos hasta más allá del límite que traza el deber. Y mi mayor remordimiento, el haber permitido que durante tantos años se me negaran mis derechos. La culpable no es otra que yo misma por no entender, a tiempo, donde terminaban los de ustedes y donde empezaban los míos.
Esa frontera
Aunque tarde, y es irónico decirlo, ¡a trazó la muerte. La muerte que después del dolor y de las lágrimas me revitalizó, porque con ella se fueron las condiciones que me obligaron a aceptar que hasta hoy viviera como lo he hecho.
Desde muy joven, en ¡a medida en que veía cómo el reumatismo se apoderaba de mi madre, entendí que mi deber de hija única estaba en someterme a las circunstancias y cuidar de ella hasta el último día. A esto se le anexó el volverme una especie de concubina de ustedes y además de atenderlos, ir por la casa preocupándome porque tuvieran todo al día. Así como poniendo sus cosas en orden ya que por ser hombres y por su mentalidad vertical no se obligaban a nada.
No entiendo por qué todas y en especial las de mi época, creemos que nuestro deber prioritario para subsistir como mujeres es el hogar y el bienestar de los hombres que vivan con nosotras, llámense papás, hermanos, maridos, amantes, etc. Seguramente es por esa condición perenne que nuestro medio les ha dado.
Sea como sea, esto nos ha llevado a no preocuparnos por nosotras mismas y si lo hacemos, lo dejamos para lo último. Antes están los maridos y, si es el caso, los hijos.
En los años treinta, las mujeres no podíamos heredar otra cosa distinta a esta indigna condición. Ir al colegio y estudiar era aprender a ser coquetas y escribirles cartas a los novios, repetía mi padre con frecuencia. A estas alturas yo leía en voz alta.
De él ustedes heredaron: la entereza, el carácter supuestamente incólume, el sentido por el hogar y los hijos. Pero eso sí, la advertencia de no descuidar las posibilidades que se les cruzaran en la calle, porque según les dijeron, una cosa es la familia como complemento del macho, y otra, la absurda suma de las siete mujeres y media que dizque le corresponden a cada uno.
Tu educación Pablo, amenazaba ser férrea -y creo que no hubiera llegado a tanto-, pero no te creías capaz de soportarla, y antes que caer en lo que llamabas el «desguazadero» de la disciplina del hogar, preferiste huir de la casa, para ofrecerte como voluntario en el ejército. Lamentablemente, tu destino era ser como eres, y lo que no hizo papá, lo hicieron ellos con la milicia a la perfección.
Cuando te retiraste, lo hiciste contra tu voluntad.
No tenías alternativa, papá había muerto y Mario, nuestro hermano mayor, también. Alfredo era muy joven, casi un niño, y no había quien se hiciera cargo de los graneros, del expendio de cerveza y, sobre todo, del timón de la casa. Dos mujeres, la una casi paralítica, y la otra, simplemente una hermana, no eran capaces de sobrevivir y mucho menos de velar por el patrimonio familiar.
Dejaste el uniforme y regresaste por eso, y porque al fin tenías una herencia, que es algo más que un uniforme para alardear. En este caso, los soldados para las órdenes ya no eran los de tu batallón, sino los de tu familia; o mejor yo, porque a Alfredo le brindaste una especie de preferencia para educarlo a la imagen de lo que recibiste.
Obviamente tu condición de hombre no te permitía regresar solo y lo hiciste con Natalia en brazos y con su mamá, con quien ni siquiera te habías tomado el trabajo de casarte, porque no tenías tiempo para esas lides, especialmente con una mujer como ella. Todo no fue más que una trampa del destino. Una aventura de la que saliste mal librado y para salvar el honor de tu uniforme, te hiciste cargo de las dos.
Una vez la devolviste con su familia -ya no tenías un uniforme que proteger-, dejaste la niña a mi cuidado, la quise tanto como a una hija. Sobre ella volqué mis sentimientos y amortigüé tus serenas pero enérgicas órdenes. Con ella aprendí a vivir mi soledad, porque si la memoria te ayuda un poco, podrás recordar que nunca tuve una oportunidad como mujer para hacer la vida a mi manera. Jamás tuve un amigo y mucho menos un pretendiente. Ustedes dos vivían pendientes de mí,
solamente porque entendían que si me casaba o me comprometía, perdían algo que les pertenecía y que les ha hecho falta sobre todo a los que alardean: quien los mime como si fueran niños, porque finalmente los hombres y, hablo de todos, nunca terminan de crecer.
A los pocos años, cuando tuvo su propio mundo, Natalia se les unió porque también se hizo a la idea de que yo estaba para su servicio.
Muy pocas veces se acordaron que yo vivía en esta casa y no tengo el primer regalo de agradecimiento. Para poderme comprar un vestido, debía hacerlo con el dinero que le sustraía a los gastos del diario.
Cuanto te casaste por segunda vez, pensé que llevarías a Natalia contigo, pero tu nueva mujer no la aceptó. Ernesto, por su parte, para continuar con su vida de soltero, sin tener que preocuparse por lo básico, siguió viviendo con nosotras.
Para pagar las pensiones del colegio, debíamos llamarte tres y cuatro veces. En algunas ocasiones, como te hacías el sordo, me permití advertirte que podías descontarme esa mensualidad de la herencia que me correspondía y que supuestamente administrabas.
En medio de esta cotidianidad, impuesta con camisa de fuerza, me dormí y se me fue la vida. Lo malo es que cuando desperté, mi sobrina era una mujer crecida y voluntariosa. Cada vez más renuente a mi autoridad. No la reconocía, porque a pesar de que la crié como a una hija, no pasaba de ser su tía. La tía caduca, como muchas veces me llamó. Hoy tiene mucha vida y la hace a su manera. Yo a cambio, cincuenta y dos años y a nadie que vele por mí en las próximas brumas de la edad. En otras palabras, no hice mi propio sol, porque me quedé contemplando el verano de ustedes.
Con la primera carta que recibí de Paolo, descubrí que a pesar de mi edad y del invierno que he tenido, empezar una nueva vida es posible. Es un europeo con una mentalidad distinta a la de los dos, sumados a la enésima vez. Solamente cinco años mayor de mí y muy alto no solamente de cuerpo sino en espíritu.
Al tiempo que escribo esta carta, siento gran risa de la forma como tuve que ir sacando las cosas que quise llevar conmigo. Lo hice poco a poco, a escondidas o con disculpas: que ropa a la lavandería, que a arreglarla. Y algunos muebles que a la tapicería. Las fotos de ustedes y la de papá y mamá también se van conmigo. Realmente no es mucho lo que necesito. A parte de esto, mi recetario de cocina.
A Natalia, para sus gastos de la universidad y otros, le dejo el dinero necesario, que debe ser sacado de lo que me corresponde de mi patrimonio. Lo que sobre, por favor, cuídenlo bien, porque tarde o temprano regresaré por él».
Una vez terminé, doblé la carta despacio y los mire fijamente -ella se casó por lo católico con un italiano que en este momento está radicado en Canadá -les dije, acentuando mis palabras y sintiéndome totalmente respaldada por lo que acababa de leer-. Si desean, pueden ir la iglesia del barrio Olaya y pedir la partida de matrimonio.
-Mire señora… nosotros nunca nos hubiéramos opuesto a que se casara… A que hiciera su vida -dijo Alfredo en un tono que resultaba innecesariamente, conciliador.
-No sé qué decirles… ella llegó aquí y me pidió tener conexión con un señor en el extranjero.
-¿¡Dónde está en este momento? -preguntó Pablo con temperatura de hielo en sus palabras.
-De Luna de Miel en el Caribe, apenas se casó hace…
-¡No! no! Quiero decir, ¿en qué parte de Canadá se va a radicar?
-Eso es algo que me pidió no decirles.
¡Tiene usted, una bien montada trata de blancas!
-agregó con tono agresivo.
¡Me esta ofendiendo! ¡Mi trabajo es tan respetable y pulcro como cualquier otro!
-Se lo voy a probar -me dijo apuntándome con su índice amenazante-, ¡tengo cómo hacerlo! Soy amigo de….
-Vamos Pablo -le dijo Ernesto consternado-, deja tu manía de hacer amenazas. ¡No seas ridículo!
-¡Ridículo! ¡Ridículo yo! ¿Qué te pasa? -Le descargó una palmada en el hombro.
– ¡Por favor, si van a pelear, que sea en la calle! -les insinué poniéndome de pie.
Para entonces mi secretaria ya había entrado afanada en la oficina.
-¡Señorita, no es nada!… ya nos vamos -dijo Ernesto también poniéndose de pie.
Tras él salió Pablo dando un portazo.
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