Hansen fue la persona que más veces se inscribió en la agencia. Tres o cuatro por lo menos. Lamentablemente en ninguno de los casos su relación progreso y, finalmente, a pesar de que no había llegado a la senectud, tomó una determinación que nunca dejó de sorprenderme. Varias veces hablé con él sobre el particular, y la explicación fue la misma.
Su historia se inicia en Europa, siendo muy joven, con la Primera Guerra Mundial y la invasión de Alemania a Polonia. Para entonces, era el hijo menor de una familia de judíos propietaria de una imprenta y una cadena de librerías en ese país. Irónicamente recordaba que su padre fue admirador y editor de los libros de Hermann Hesse, y a decir de muchos, el culpable de su popularidad entre los polacos.
De este autor, su libro preferido era
«El último Verano de Klingsor», porque hacía referencia a las historias de Hugo Ball, un pintor homosexual que a pesar de no ser muy conocido fue su favorito. Se lamentaba de no tener sino uno solo de sus cuadros. «Hubiera querido comprarlos todos, pero pertenecen a grandes colecciones. Este es producto de una subasta con suerte», me explicó alguna vez que con Jonás, mi hijo, visitamos su casa.
La noche de la llegada de los nazis a Varsovia, toda la familia estaba reunida en la casa. Al escuchar el ruido seco de las pisadas de cientos de zapatos sobre el asfalto, salieron a las ventanas y, lo que más le impactó fue la uniformidad y el ritmo sincronizado de los movimientos de los soldados.
Esa noche
A expensas de su inocencia, pues un niño no podía comprender la magnitud de la tragedia, tomó la determinación de ir al ejército, pero no para ser igual a los que marchaban en las filas, sino como al que con aire de importancia, sacaba pecho e iba adelante, muy cerca de la bandera, con el sable desenvainado.
Esa madrugada corrió la voz de que venían a apresar a los judíos. Durante dos días muchos pensaron que no eran más que murmuraciones callejeras, pero una vez rodearon el sector y empezaron a asaltar las casas, tuvieron que buscar refugio en distintos lugares.
El se salvó, porque en medio de su angustia se le atravesó el caparazón del piano. Las piezas las habían llevado para arreglarlas y, gracias a Dios, los soldados que entraron destrozando las puertas, se limitaron a buscar en las masardas, bajo las camas y en escondites comunes. «Si alguno hubiese, por capricho o casualidad tocado las teclas, me habría descubierto».
A sus padres y sus dos hermanas se los llevaron en medio de gritos. Nunca los volvió a ver y ni siquiera intentó buscarlos. La capacidad de sus diez años solamente le alcanzaba para salvar su vida.
Cansado de esconderse en cuanto hueco tenían las calles de Varsovia, encontró que igual a como lo hacían muchos, lo mejor era abandonar Polonia e inició un largo camino, tomando la ruta de Leningrado rumbo a Finlandia, Suecia y Noruega, para saltar a Gran Bretaña, el único oponente de Hitler en ese momento.
El trayecto le tomó casi tres años y lo hizo en las más difíciles condiciones. A pie, oculto en trenes, luchando contra el hambre, el frío, la nieve y durmiendo en cualquier sitio que ofreciera buen refugio. Como consecuencia de tanto esfuerzo, a cambio de estar agotado, llegó a Stavanger siendo un muchacho de fortaleza y carácter.
«Lo curioso -me contaba en medio de las largas charlas que tuvimos-, fue que durante el viaje desarrollé gran sentido de protección por mis partes nobles. Para hacer mis necesidades fisiológicas, necesitaba saber que nadie estaba en varios metros a la redonda.
Temía que al orinar, cualquier fisgón cómplice de los nazis, se diera cuenta que estaba circuncidado».
Este miedo se convirtió en un trauma para toda la vida y en su casa de Bogotá mandó construir un baño de uso exclusivo para él, con una puerta hermética y segura.
Siempre tuvo bien sincronizada la brújula de la lógica y en Stavanger entendió que si quería llegar a Gran Bretaña, lo primero que debía hacer era merodear por el puerto para saber qué riesgos corría, pues había espías por todas partes y, luego vivir prácticamente en él.
Allí conoció a varios marinos de quien se hizo amigo, no sólo por su intrepidez sino por su capacidad de trabajo.
Uno de ellos era un cargador de barcos, grande y negro, ¡ a quien sus amigos apodaban Hamlet porque a fuerza de
leer esta obra, aprendió francés e inglés. Se llamaba Christopher Conti, tenía cuarenta años y había nacido en Cartagena de Indias, de donde a bordo de los grandes cargueros, salió a recorrer el mundo.
Después que el mismo Hamlet lo ayudó a embarcarse en un buque de la Cruz Roja, llegó a Londres donde desempeñando todo tipo de oficios logró sobrevivir hasta cuando gracias a una misteriosa pero fidedigna lista, se enteró que sus padres y hermanas habían muerto en un campo de concentración.
Con la noticia, el cordón umbilical con aquel continente destruido se cortó por completo, y recordando a su amigo marino y sus historias, a riesgo de ser hundido por los submarinos nazis, que surcaban el Atlántico, se enroló en un barco como cocinero rumbo a América.
Su contrato era de ida y vuelta, pero en Cartagena se fugó con la paga que pidió por adelantado y se dedicó a vagar por las calles, sin idioma, sin mucho dinero y sufriendo los rigores del trópico.
Nunca entendió con exactitud porque, desde siempre, pensó que los trenes se parecían a los barcos. Intentó varias conclusiones al respecto, pero ninguna lo convenció.
Lo importante es que después del puerto, el sitio que más familiar le resultó fue la estación del ferrocarril y rápidamente, primero porque se burlaban de su carencia de idioma -y esto de alguna manera le daba un punto de contacto- y, luego por su habilidad, hizo amigos que le tomaron aprecio y le ayudaron a conseguir trabajo como maquinista auxiliar de un tren expreso que partió para Bogotá.
«Me enamoré de este país rápidamente. No entendía cómo no tenía nieve, y cómo llovía en un sitio y, unos kilómetros más adelante estaba haciendo un sol infernal. Tenía quince años y no había visto montañas con lomos tan oscuros y mucho menos un aire tan fresco y limpio.
Bogotá,
A donde llegué a finales de 1945, era una ciudad tranquila y por el frío y la forma como caía el sol sobre ella, se me antojó protegida por una burbuja gigante. Al abandonar el tren en la Estación de la Sabana, entendí que no volvería a salir y que por fin tenía un lugar para descansar».
La brújula de la supervivencia lo primero que le indicó fue buscar un europeo con quien el origen y la guerra lo identificara. «iEn alguna parte de este paisaje debía existir uno! Y relacionarme con él, sería un buen comienzo».
A Pier, un Suizo de piel roja y grandes manos pecosas, que a través de un radio escuchaba noticias sobre las primeras derrotas sufridas por Alemania, lo encontró en San Victorino, detrás del mostrador de un pequeño almacén de ropa.
-Mi familia murió en Varsovia -le interrumpió desde la puerta.
-ÉUsted quién es muchacho? -le preguntó Pier, por sobre el hombro de los dos clientes que tenía al frente.
-Me llamo Hansen, y acabo de llegar.
-Si es verdad lo que me dices, ¡qué maravilla que estés aquí muchacho!-, le replicó mientras venía hacía él.
Esa misma noche lo invitó a un bar -café, cuando estos eran los centros sociales de Bogotá- cercano, donde se reunían todos los inmigrantes, que no eran muchos, para comentar las noticias del día y sacar conclusiones sobre la guerra. Hansen, en sus condiciones de víctima y recién llegado, era el mejor testimonio para aquel grupo de contertulios faltos de información de primera mano.
Hasta la madrugada -como Jesucristo entre los sacerdotes y los escribas-, contó todas las peripecias de su vida y sus experiencias de carne y hueso sobre la guerra. Para cuando terminó era el ídolo y las ofertas de trabajo y las casas para hospedarse le sobraban.
De todas, aceptó la invitación de Salomón, un judío que desde años atrás, echó raíces con una fábrica de plástico, un área comercial que apenas empezaba a ser explotada en Colombia. Al saberlo de su raza y conociendo su historia, lo quiso como a un hijo, y además de casa le ofreció un puesto de supervisor en su pequeña fábrica.
Con el paso de los años, en la medida que el viejo judío se disminuía, Hansen fue asumiendo el control de la empresa, que crecía. Para cuando Salomón falleció, pensando en el futuro, ya explotaban otros negocios y, sin ser inmenso, tenían un capital sólido.
En su lecho de enfermo,
Su protector le pidió que se casara con Martha su única hija, huérfana de madre porque esta murió en el parto. La recomendación sobraba, desde años atrás los jóvenes se amaban en silencio.
Al matrimonio concurrió toda la colonia de europeos y por un día y una noche bailaron: polkas, zorbas, andaluzas y todos los aires folclóricos que corrían por sus sangres. Sin hijos, porque lamentablemente la caída de un caballo, al regreso de la luna de miel le impidió a Martha quedar embarazada, vivieron felices hasta 1981, cuando murió víctima de cáncer.
Durante los dos años siguientes, Hansen amortiguó la pena regresando a Europa y recorriendo Polonia e Israel de arriba abajo. «Fue como si al verlos reconstruidos de la guerra, quisiera respirar el aire nuevo que los recorría en todas sus regiones. En varias ocasiones pasé una y otra vez por el mismo sitio. De regreso, hice la ruta que de chico utilicé para huir, pero era muy distinta y no pude reconocer muchos de los lugares donde estuve.
Así le parezca increíble, en Stavanger tuve la firme esperanza de encontrar a Hamlet vivo. Lo imaginaba viejo pero fuerte. Más o menos de ochenta y cinco años. Y por poco lo logro.
Murió de neumonía dos semanas atrás; y como fue su deseo, sus compañeros lo arrojaron al mar, en una tarde de invierno pleno, cuando las olas golpeaban con fuerza el casco del barco mortuorio. Todos lo querían ¿sabe? De encontrarlo, lo hubiera traído conmigo para que muriera en su Cartagena del alma.»
Nuevamente en Bogotá, volvió a tomar las riendas de sus negocios, pero la casa y el silencio eran demasiado grandes y buscó la agencia para inscribirse. Quería una mujer no menor de cuarenta y cinco años, y le presenté a Edelmira: soltera, muy conservadora y educada en un colegio de religiosas.
A pesar de
Que se atrajeron, tenían una diferencia que les resultaba casi insalvable: ella era católica y él judío, pero frente a lo que significó esta nueva relación, Hansen prefirió sacrificar sus principios y convertirse a la religión de su novia. Para hacerlo, durante tres meses, tomó cursos intensivos con un sacerdote y luego se sometió a retiros espirituales. Convencido de su nueva fe, pocas semanas antes de casarse, se hizo bautizar.
De luna de miel volvió a Jerusalén, porque su esposa se lo pidió y nuevamente visitó los lugares sagrados. De regreso, se instalaron en su casa sobre los cerros de La Calera, y no pasó mucho tiempo para que las cosas empezaran a ir mal. El matrimonio sólo duró cuatro años y para no ceder a los desaforados requerimientos económicos de su mujer, que a estas alturas ya sabía exactamente lo que quería, tuvo que recurrir a los mejores abogados de la ciudad.
La experiencia lo afligió más de lo debido. Sin embargo, el consuelo llegó a las pocas semanas con la secretaria del notario a donde llevó a registrar los papeles de separación. A fuerza de verlo y hablar con él, se convirtió en su prometida y esta vez, sin matrimonio, ni vínculo alguno, vivieron dos años, al cabo de los cuales, lo abandonó después de sacarle el dinero que le fue posible.
En el colmo de su soledad regresó a la agencia.
Lo mejor de todo era que siempre le presentaba a alguien que congeniaba con él y compartían un tiempo y nuevamente quedaba solo, decepcionado y con menos ganas de volver a empezar.
Por esta razón, una y otra vez estaba inscribiéndose. Seguramente, algunas mujeres le llegaron a tomar cariño, pues a pesar de sus sesenta y dos años lucía atractivo y bien puesto, pero la fuerza de los desengaños lo volvieron huraño, mal geniado. Nadie lo soportaba.
Cuando se vio completamente solo, sin alguien que entrara en él y le rompiera los silencios con que se había llenado, resolvió ingresar en un hogar geriátrico.
-Mire, ¡no quiero pensar en gastos!, ¡ni en la necesidad de compañía!, ¡tampoco en pagos de empleados!,
¡menos de impuestos!, ¡ni nada! Quien quiera yerme, que venga aquí las veces que sea. Sé que puedo vivir muy bien con lo que tengo, pero la soledad, señora, es como una mujer ciegamente enamorada y sin respuestas: entre más intenta alejarla, con mayor fuerza te abraza.
Varias veces le hablé buscando hacerlo desistir de su idea. Como no logré nada, lo dejé durante un tiempo, tal vez seis meses. Cuando me comuniqué nuevamente, la administradora me contó que antes de viajar a Polonia, entre varios ancianatos e instituciones de caridad repartió parte de su dinero. Según dijo cuando se despidió, quería buscar la casa de donde los nazis sacaron a sus padres y hermanas, para comprarla y encerrarse en ella a esperar la muerte.
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